Cuando respirar duele

Quisiera ser lo suficientemente fuerte y decidido para dejar de pensar en quien no debo, quisiera también que la farmacología avanzara tanto que pudieran existir curas para el cáncer, para el Alzheimer, para el sida y para el mal de amores. Sí, una pastilla para el mal de amores, una cápsula que al tomarla y ser digerida por el estómago, empezara a circular por el torrente sanguíneo y produjera el efecto de no pensar en esa persona que de alguna u otra manera, logra colarse en nuestra mente de forma casi permanente y tan aguda que consigue provocar incluso un dolor físico. Recuerdo las palabras de una tía abuela que en sus últimos años presa del Parkinson, se quejaba y le preguntábamos: – ¿Qué te duele Tía Luisa? y ella contestaba: – Me duele el alma. Y sí, hay momentos en que llega a dolernos el alma.

Esos dolores casi siempre tienen nombre y apellido; para una madre puede ser el nombre de un hijo, para un hijo el de una madre; es que no hay amores más grandes que los que penden de un cordón umbilical. Para un ciudadano responsable su dolor puede tener nombre de país, como diría la canción de Gloria Stefan: “ la tierra te duele, la tierra te da en medio del alma…”. Para cualquier mortal que habita este mundo su dolor tendrá el nombre de un amor imposible, el de un amor que se fue, el de un amor que no se dio y a veces para mayor dolor y agonía no se sabe el por qué.

Nos encontramos frente al espejo o acostados en una cama mirando al inmutable techo preguntándonos qué pasó, por qué no pasó, fue malo lo que pasó, qué hice o qué dejé de hacer. Preguntas que nos agobian y se afincan en nuestra mente, en nuestro corazón dirían los románticos… y hasta en el cuerpo digo yo. Es de tal magnitud ese dolor del alma que logra hacerse presente hasta en nuestro cuerpo, no determinamos en que parte exactamente pero sentimos que está allí, lo percibimos en cada aspirada de aire que nos permite continuar vivos y que complejo, que difícil, que jodido resulta que hasta respirar llegue a dolernos.